Mi nombre es María José, estoy casada con Christian hace unos veintiocho años y tenemos dos hijos adultos. Hace casi diez años comenzamos juntos una nueva iglesia desde cero; sin obreros, sin plata, casi sin nada excepto lo más importante de todo: el llamado para hacerlo.
Así fue como, después de trascurridos dos años del inicio de la iglesia, yo comencé a sentirme agobiada y triste, y no entendía bien por qué. Me levantaba por las mañanas llorando, y me acostaba para dormir un tramo corto para luego despertar a la mitad de la noche sin poder volver a conciliar el sueño. Me sentía muy angustiada y no tenía deseos de ir a la iglesia ni de ver gente, en particular los días domingo, que eran los días de ministración. Cualquier cosa que representara desafío, fe, acción, me abrumaba hasta el alma, y todo lo que quería hacer era levantar una baldosa del suelo y esconderme debajo.
Estaba desconcertada, pues estaba haciendo precisamente eso que tanto le había pedido al Señor, pero de algún modo me sentía infeliz. No entendía cómo, estando llena del Espíritu Santo y teniendo una familia tan amorosa yo siempre estaba llorando y angustiada.
Después de mucho orar e incluso ayunar y hacer guerra espiritual, me di cuenta de que el problema no era espiritual solamente: había un componente psicológico, es decir mis emociones estaban alteradas. Fue entonces que decidí consultar a una psicóloga cristiana, la cual me ayudó poco a poco no solo a comprender qué sucedía dentro de mí sino también cómo confrontar esos pensamientos y actitudes en mi que generaban ese malestar. Me diagnosticaron depresión ansiosa, y era tal cual lo que yo sentía en ese tiempo. Mi cabeza no paraba ni de noche ni de día. Hubiera querido encontrar dónde estaba el cablecito de mi mente para poder desenchufarlo como quien desenchufa una radio. Pero no es tan simple: la mente, a veces, parece tener vida propia.
Acudí puntualmente a cada consulta, y avancé mu-cho en identificar el problema y plantear cambios de conducta. Pero además hubo varias cosas que me ayudaron en medio de mi valle de sombra y de muerte, que duró casi tres años, y me salvaron la vida:
1) un marido tan amoroso y comprensivo, que no me soltó la mano ni un momento, y una familia sana y fuerte; 2) buenas amigas que aman al Señor y su obra y me mostraron mucha paciencia y comprensión; 3) un parque arbolado donde salir a caminar y orar dos o tres veces por semana; 4) la música y la alabanza espiritual para elevar mis sentidos y sacudirme la oscuridad; 5) la lectura de la Biblia y de buenos libros que me ayudaron a entender por lo que estaba pasando y a conocerme mejor a mí misma, y 6) lo último, pero lo principal de todo, un Amigo que me ama y tiene un propósito eterno con mi vida, la razón por la cual levantarme y salir ad-lante.
Aprendí mucho sobre mí misma en ese tiempo, qué cosas me hacían mal, me «cargaban» y para las cuales mi temperamento y mi ritmo interior no estaba preparado, ni tampoco Dios me exigía que lo estuviera.
Entendí que estaba viviendo bajo una teología incorrecta, y que a pesar de decir que vivía bajo la Gracia, en realidad me estaba esforzando tanto por la excelencia y por hacer las cosas bien para «agradar a Dios» (menti-a, era para agradarme a mí misma y a los altos estándares que yo me había colocado) que acabé viviendo por la ley. Y la ley y las obras humanas son una desgracia de la cual Cristo nos liberó.
Como mencioné, leí cuanto libro llegó a mis manos e hice un gran es-fuerzo por conseguir aquellos que no llegaban fácilmente pero que hablaban sobre el tema de los desórdenes emocionales. No encontré tanto material en español pero sí en inglés, y como soy traductora, me beneficié de esos contenidos y en cuanto estuve un poco mejor, escribí yo misma el libro que me hubiera gustado leer en esos momentos de desesperación. Lo publiqué bajo el título En el ojo de la tormenta (en papel y en digital), porque descubrí que cada torbellino tiene un centro donde se produce una abertura en la que hay calma y desde donde se puede ver el cielo.
En ese tiempo de mucho llorar y de ver todo negro, Dios me dio una palabra que me sostuvo: «Atravesando el valle de lágrimas lo cambian en fuente, cuando la lluvia llena los estanques. Irán de poder en poder; verán a Dios en Sion» (Salmos 84:6-7).
Mi deseo es que si estás atravesando hoy un valle de lágrimas, tengas certeza en que algún día no muy lejano, esas lágrimas se convertirán en fuente para dar esperanza a otros que hoy están donde vos estuviste.
Que sepas que el Señor tiene la salida, y que luego que la hayas encontrado, ciertamente podrás ayudar a otros.
Tu dolor tiene un propósito, no es estéril. Dios te bendiga.—