Cuando Jesús reunió a sus discípulos, les dio poder y autoridad sobre los demonios, y los envió a predicar el Reino de Dios y sanar a los enfermos (Lucas 9:1-2). En Efesios 3:10, el apóstol Pablo afirma que Dios quiere manifestar su sabiduría a través de la Iglesia, aún frente a las potestades espirituales. Y esto solo es posible, cuando la Iglesia camina en autoridad espiritual, ejerciendo la tarea que le fue confiada.
Creo profundamente en la Iglesia. Creo que es el instrumento elegido por Dios para llevar adelante Su voluntad en la tierra. Pero también creo que hemos desviado la mirada del camino original, y que solamente hay crecimiento y fruto cuando se ejerce autoridad sobre las tinieblas. Y sin eso, no hay avance.
La Iglesia no fue llamada a entretener ni a sostener estructuras. No es un refugio cómodo ni una institución ceremonial. La Iglesia son los seguidores de Cristo enviados a predicar y a discipular. Esa fue la misión de Jesús, y continúa siendo la tarea de su pueblo.
Sin embargo, el problema no es lo que dejamos de hacer, sino lo que empezamos a tolerar: una forma de religiosidad sin vida y un cristianismo sin poder. Podemos organizar reuniones, tener grandes momentos worship, repetir frases, y aun así no estar caminando en obediencia. El Reino no avanza con palabras bonitas, sino con autoridad espiritual. Y cuando la Iglesia no ejerce esa autoridad, se estanca.
Retornar a la esencia
Necesitamos volver a la esencia, a la fe práctica, al fuego que transforma. No se trata solo de saber lo que Jesús dijo, sino de hacer lo que Él hizo. La fe verdadera siempre se manifiesta en acción. Y esa acción incomoda, confronta, libera, sana y restaura.
Estoy convencido de que muchos creyentes aman a Dios, pero no han sido entrenados para vivir la misión. No porque no quieran, sino porque nadie los preparó. Y eso es responsabilidad de todos: ministros, líderes y miembros. Todos fuimos llamados a ser parte activa del Reino, no espectadores.
Por eso, creo que es urgente levantar espacios donde la Iglesia vuelva a ser equipada, donde no solo aprendamos teología, sino también cómo caminar en la práctica del Reino. Donde evangelizar, orar por enfermos y liberar a los cautivos deje de ser algo extraordinario y vuelva a ser cotidiano. También creo que la Iglesia en Argentina necesita volver a los tiempos de obediencia sencilla, de oración ferviente, de evangelismo callejero, de milagros, de compromiso con la verdad. Aquello que dio fruto desde los años 50 y en los 80 no fue una estrategia, sino una entrega total a Jesús y a Su misión. Y eso no ha cambiado.
El mensaje sigue siendo el mismo: no basta con decir «Señor, Señor», hay que hacer la voluntad del Padre. La Iglesia que transforma es la que obedece, la que ora, la que predica, la que se mete en el barro. La que no teme a las tinieblas porque sabe quién la respalda.
La misión no caducó, y Jesús nunca cambió de plan.
¡El tiempo es ahora!—